El contraste entre una concepción racional y desideologizada como la que expresan los laureados Tom Sargent y Christopher Sims, y el primitivismo jurásico de quienes expresan la ingenua convicción de someter la economía a garrotazos es francamente desalentador.
Nada de qué sorprenderse. La estrategia de prohibir lo que no se acomoda al imaginario oficial no es nueva. Se empezó persiguiendo penalmente a quienes publican la evolución real de los precios. El 23 de setiembre último Guillermo Moreno dispuso la prohibición de vender tomates en el Mercado Central. Ahora le tocó al dólar.
El patético mecanismo implementado para intentar clausurar la genuina voluntad de preservación de su patrimonio de una significativa porción de la sociedad, burdamente disfrazado de propósito de transparencia fiscal, remite -por su rusticidad- a aquella pretendida intención de blanquear la economía con que Domingo Cavallo intentó, hace casi diez años, encubrir la verdadera finalidad del corralito.
En rigor, el masivo y espontáneo comportamiento de quienes demandan dólares puede válidamente interpretarse como la más contundente expresión del rechazo social a la estafa del INDEC. En efecto, dado que la tasa de depreciación nominal que viene experimentando el peso, se ubica aproximadamente en la misma banda de variación que muestra la mentirosa inflación oficial, podríamos estimar, teóricamente, que la cuantía del atractivo diferencial que ofrece el dólar es una buena aproximación de la cuantificación social de la brecha entre la realidad y el dibujo del INDEC. Un estímulo similar generaría, por ejemplo, una oferta de un supermercado que anunciara vender los productos a los precios que inventa Moreno.
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