Ayer volví a casa en tren. Cuando
intenté sacar boleto en Retiro (Mitre) -aclaro que por mi condición de fóbico anti-K no tengo SUBE, resignando a
conciencia el beneficio económico que brinda- el boletero me dijo que como no
tenía monedas para el cambio, podía viajar gratis sin problema, situación que
se reitera a menudo.
Hoy subí a un bondi (59) y el
colectivero me dijo que pasara sin pagar, porque el dispenser de boletos contra
monedas no funcionaba.
Qué bueno.!!, me dije, y tratando
de verificar si la epidemia de gratuidad era contagiosa intenté pagar dos
pilas en el kiosko de enfrente de casa con cien pesos, pero la chica no me las
entregó porque no tenía cambio. Como el otro día me había pasado lo mismo en un
puesto de diarios, se me ocurrió que estas simples experiencias cotidianas nos
entregan un magnífico ejemplo del delirante régimen económico imperante.
Resulta
claro que aquellas actividades que se desenvuelven bajo las reglas del mercado,
sólo resultan sostenibles en la medida que obtengan una retribución por el bien
o el servicio que entregan. En cambio, las actividades subsidiadas
irracionalmente, cuyo precio no resulta significativo en su ecuación económica,
al extremo que puede prescindirse de su cobro, se financian mediante fondos públicos
asignados discrecionalmente, sin ajuste a criterios de racionalidad, y ajenos
por completo al más elemental sistema de incentivos que permita encuadrarlos en
pautas de una mínima eficiencia.
Lo paradójico es la falta de
conciencia social sobre el fenómeno. Es muy probable que las mismas personas
que, sin advertirlo, pagaron mis viajes, no me hubieran dado las monedas necesarias
si yo les hubiese pedido el dinero para hacerlo.
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